27 de abril al 5 de mayo de 2022
Horror, tristeza, alegría. En ese preciso orden. Cada año. Siempre la misma concreta secuencia de sentimientos increíblemente fuertes y profundos comprimidos en poco más de una semana.
Es lo que ocurre en Israel una vez al año, en un corto período que comienza con el Día del Recuerdo del Holocausto y el Heroísmo, sigue con el Día del Recuerdo de los Caídos y culmina finalmente con el Día de la Independencia.
A menudo percibo esta secuencia de días como si se tratara de algún tipo de experimento antropológico o psicológico sobre un grupo compuesto por varios millones de personas con dos denominadores comunes: son judíos y viven en Israel.
Como muchos judíos de mi generación, israelíes o no, cargo sobre los hombros mi propia historia familiar del holocausto. Durante todo el año recuerdo a mi papá, Q.E.P.D., cuya bella y multifacética personalidad nunca pudo separarse de lo mucho que sufrió en su vida a causa de ese maldito periodo de la historia universal.
Pero una vez al año, en el Día del Recuerdo del Holocausto y el Heroísmo, cuando suena la sirena que señala el comienzo del día recordatorio y durante la cual, como todo el pueblo judío en Israel, permanezco de pie y con la cabeza baja, veo las imágenes con mayor nitidez, me aturde la casi imposibilidad de creer lo que realmente ocurrió, me siento agredida y ultrajada, ofendida, aterrada por la posibilidad de que esto vuelva a ocurrir y que esta vez sea mi propio hijo quien lo sufra.
Cuando la sirena deja de sonar, y durante todo ese día, vemos y oímos historias que el alma y la razón se niegan a aceptar.
Todo mi cuerpo, mi alma y mis sentidos están allí, con ellos, en ese HORROR, en esa oscuridad impenetrable e impensable de una época de la historia de Europa que todos preferiríamos olvidar, pero que no podemos ni debemos dejar en el olvido, para que nada ni remotamente parecido puede volver a ocurrir NUNCA MÁS, para nadie.
Una semana después, en el Día de los Caídos, otra sirena nos recuerda permanecer de pie y con la cabeza baja, esta vez para otra conmemoración dolorosa: es cuando recordamos y vemos en nuestras mentes con profundo dolor las imágenes de bellos y bellas jóvenes sonrientes y optimistas al comienzo de sus vidas que, desgraciadamente, ya no están con nosotros, ya sea por haber perdido sus vidas en actos terroristas o protegiendo a nuestro país y a nuestro derecho a tener un lugar, un pequeñísimo lugar en este planeta que podamos llamar «NUESTRO».
Un único lugar en el que no puedan producirse holocaustos, pogromos, inquisiciones, y quién sabe qué otras atrocidades contra personas cuyo único «delito» es el de haber nacido judíos.
Y, a pesar de tener la bendita suerte de que esa desdicha no haya llamado a mi puerta, todo ese día me siento totalmente abrumada y devastada por esa tremenda TRISTEZA que se asienta en mi corazón y me acompaña en todo lo que hago durante todo ese día, que finalmente, como todo en este mundo, finaliza.
Y es entonces cuando todo lo experimentado en esa semana se junta para crear la escena final («por el momento», como dirían los pesimistas o los enemigos de Israel) de esta dura, agobiante, dolorosa y, sin embargo, fascinante y emocionante historia de nuestro pueblo: en una casi imposible transición emocional del alma, la TRISTEZA se convierte en ALEGRÍA, porque llega el Día de la Independencia, el que nos confirma que, a pesar del gran HORROR y la enorme TRISTEZA que hemos sentido, hoy tenemos nuestro propio país, con todos sus problemas y dificultades, con todo lo que amamos y odiamos en él, donde a veces olvidamos que somos un solo pueblo y que debemos abrazarnos más y repudiarnos menos, pero finalmente y a pesar de todo nuestro propio país, nuestro propio lugarcito bajo el sol donde podemos, al menos, intentar protegernos de quienes nos desean el mal.