—¿Qué haces aquí, niña hermosa?— preguntó María a Miriam, que estaba sentada en uno de los escalones de acceso a la iglesia antigua de la cuidad.
Miriam sostenía en el regazo un gatito gris atigrado. Lo había adoptado poco antes, tras enamorarse de él perdidamente al verlo escondido entre los adornos de una gran maceta, donde un imponente árbol de Navidad se erguía orgulloso en medio de la plaza.
El pobre estaba tratando de encontrar calor y seguridad en ese escondite improvisado, pero el frío era crudo y los copos de nieve se acumulaban pintando de blanco las coloridas cajas que representaban regalos navideños.
Miriam sintió pena por el desamparado animal y, tras asirlo con cuidado, lo abrazó para darle calor.
El cachorrito se rindió inmediatamente a ese calorcillo repentino y a la sensación de refugio que le dio el abrazo de esa niña desconocida, y comenzó a ronronear mientras un amor eterno a esa presencia, olor y tacto humano se depositaba para siempre en su corazón felino.
Miriam pudo percibir de inmediato el lazo eterno que acababa de tenderse entre ambos. Sin pararse a reflexionarlo demasiado, siguió andando con su nuevo protegido bien apretado al pecho.
La ciudad estaba vestida de Navidad. Por doquier se veían estrellas, ciervos iluminados, pesebres y arbolitos centelleantes.
Bellas melodías celestiales rellenaban el espacio de algodones azuláceos y azucarados. Miriam sintió que una sensación de paz inexplicable le colmaba el pecho, como le ocurría siempre que las calles de la cuidad se llenaban de esa fiesta que tanto la atraía y que, sin embargo, no era suya.
De pronto, un llanto de violín surgió de la nada y comenzó a expandirse por la plaza.
Miriam aguzó el oído para localizar la procedencia de ese manantial de sonidos y vio, extasiada, cómo la melodía se convertía en una mano iluminada y parpadeante que le señalaba la dirección exacta del violinista: el patio interior de la vieja iglesia.
Allí se dirigió Miriam mientras oía cómo los dos seres que vivían en su cerebro parloteaban y discutían entre sí sin cesar, desatendiéndose de ella por completo, como si no existiera ni fuera precisamente la dueña de ese mismo cerebro.
—¡¡No!! ¡Que no vaya a la iglesia! ¡Ella no es cristiana! Su familia no estaría de acuerdo, y sus padres podrían enfadarse… —afirmaba Bruno, el más fiel y obediente de ambos.
—¿Por qué no? Ya sabes cuánto le gusta la Navidad. Además, solo quiere oír al violinista, y su familia amante del arte no se opondría —aseguró Libertad, la más liberal y tolerante del dúo.
—¡No! —insistió Bruno— las iglesias no son lugares adecuados para no-cristianos.
—¡Sí! —le porfió Libertad— solo escuchará al violinista y regresará a casa a tiempo para el almuerzo.
—¿Y qué me dices de esa cosa peluda que tiene bajo el abrigo? Su mamá no permitirá que lo adopte —manifestó Bruno.
—Ya verás que sí —respondió Libertad.
Sin prestar demasiada atención a esa animada conversación que se desarrollaba con mucho ardor pero sin conclusiones claras, Miriam entró en el patio de la iglesia y se sentó en uno de los escalones para escuchar al violinista.
Cerró los ojos y, mientras se dejaba llevar por las bellas asonancias que milagrosamente sacaba el músico de esas cuerdas al parecer rústicas y terrenales, pensó que había algo en ese lugar que la reconfortaba como ningún otro.
La música cesó, el violinista guardó su caja mágica en la funda y se marchó.
Personas subían y bajaban de las escaleras sin fijarse en esa niña algo extraña que sostenía un gatito en el regazo.
Al no obtener respuesta, María repitió su pregunta: —¿Qué haces aquí?
Miriam se volvió hacia ella y lo primero que hizo fue estrechar con más fuerza a su nuevo compañero, temiendo que quizá esa mujer lo hubiese reconocido y quisiera devolverlo a algún dueño anterior que, obviamente, no lo había cuidado como es debido.
Luego, mirándola mejor, entendió que esa amable señora no haría nada para dañarla. La respuesta manó de su garganta a borbotones, como si la hubiese reflexionado a conciencia, premeditado y ensayado con antelación: —quiero bautizar a mi gatito con el nombre de Navidad porque lo he encontrado y adoptado hoy, en la víspera de Navidad.
Y quiero declararlo miembro de todas las religiones, pero… no sé cómo se hace, —dijo, bajando la cabeza con tristeza y dando unas palmaditas de consuelo a su protegido.
—¿Por qué quieres eso? —le preguntó María con verdadero interés.
Porque quiero que si, por ejemplo, se siente atraído por las navidades con sus símbolos, historias y bellas melodías como me ocurre a mí, que no le estén vedadas por no ser cristiano. Y que si de pronto desea encender las velas de Janucá y cantar todas esas canciones tan bonitas, pueda hacerlo también.
Y si algún día quiere celebrar el Año del Tigre, la Fiesta del Sacrificio o cualquier otra celebración, pueda hacerlo sin ningún problema ni conflictos; y así sucesivamente con todas las religiones del mundo, según lo que sienta en cada momento dado.
María miró a Miriam con creciente simpatía y, mientras le levantaba la barbilla suavemente para mirarla a los ojos, dijo: —en uno de los versos del libro Isaías está claramente escrito: «porque Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos».
Y yo te aseguro que esta casa de oración que ves a tus espaldas acoge con amor a todo quien llegue con intenciones buenas y corazón puro.
—Y, por cierto, ¿cómo te llamas? —preguntó María a Miriam.
—Miriam —contestó la niña con voz cantarina.
—¡Qué casualidad! —dijo María mientras se dirigía al interior de la iglesia, —antes de que se me llamara María, yo también me llamaba Miriam.
Con el gatito debajo de su abrigo y bien apretado al pecho, Miriam entró en la iglesia.
Tras adaptar la vista a la penumbra, buscó entre la gente a esa amable señora, pero no consiguió encontrarla en ningún lugar.